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Adiós, papá

No sé ni como comenzar.

De entre todas las lecciones que me diste no encuentro una en que me enseñaras a despedirme de ti. Seguro lo hiciste, pero yo no lo aprendí.

Minutos antes de que mamá me avisara que ya no estabas escribía sobre la impotencia en mi cuaderno de notas. Te ví tan cansado en los últimos días y no encontraba manera de ayudarte. Me habías dicho «ya déjenme», y te entendí pero, ¿cómo explicárselo a mis hermanos y a mi mamá?

Sé cuánto te dolía ir viendo tu independencia mermada. Ya no poder lavar los trastes, depender de mamá para levantarte de la cama o ese miedo para dormir en las noches.

Pero no quisiera concentrarme en este último año. Te tuve durante cuarenta y cuatro. Y afortunadamente no me fue necesaria una enfermedad para reconocer al gran ser humano que me tocó como padre.

Siempre traté de decirlo y, aún más, de demostrarlo. Aunque sé que en ocasiones también reclamé cosas y fui duro contigo. Quizás más duro de lo que tú jamás fuiste conmigo. Por momentos esos reclamos me causan remordimiento, pero recordaré aquellas palabras que me dijiste un día que te pedí perdón por ello. Me decías que estabas orgulloso de que no me callara las cosas. Mas, te diré un secreto, la verdad es que contigo me era más fácil hacerlo.

Y dicho lo anterior, aquí viene un reclamo: La verdad es que me dejaste la vara muy alta. Resulta todo un reto siquiera intentar ser el hijo que mereces. Mis hermanos y yo siempre nos consideraremos afortunados de tenerte como padre.

Hablo de ti en presente. No fue un error de dedo. Y tampoco es una muletilla o un reflejo de defensa psicológica. Digo, en forma consciente y premeditada, «eres», porque aun sigues dejando huella. Porque estoy seguro que todos los días encontraré una lección tuya en mi vida. Porque estás tatuado en mi corazón.

Sin el menor atisbo de duda puedo asegurar que jamás fuiste capaz de ver cuan importante resultas para muchas personas. En muy pocas horas los teléfonos de todos se llenaron de mensajes y llamadas. Quizás no todos te lo dijeron en vida, ya sabes cómo sucede esto, ni tú ni yo podemos reclamárselos, pero de muchos, créeme, los mensajes y la conmoción son sinceros. Y es que más allá del gran médico la gente te recuerda por el gran hombre que eres.

Hoy compruebo algo que ya sabía: No sólo has sido un ejemplo en mí y en mis hermanos, has dejado huella en cientos de personas que te conocieron. Leo a tus alumnos de preparatoria, universidad y postgrado, a quienes no sólo les enseñaste anatomía, propedéutica o medicina interna, fuiste una guía de vida. Oigo a tus pacientes, quienes más que como un médico te ven como un amigo. Veo a tus cuñados que lloran a un hermano y a tus nueras que perdieron un padre. A Caro, a quien le agradezco haberte regalado, tan sólo hace quince días, escoger ser una Sánchez; ella te eligió como su «tito», tú te la ganaste, compañero, y la «chamaca» te robó el corazón.

Papá, es cierto, me enseñaste que todo es un ciclo. Que las personas venimos y nos vamos. Pero creo que pocos trascienden. Y tú has trascendido. Quizás en dos o tres generaciones la gente no sabrá tu nombre, pero sus padres o sus abuelos les habrán transmitido algo que tú sembraste en ellos. Y ¿sabes? Me llena de orgullo.

Y de mí, ¿qué puedo agregar que no lo haya dicho o escrito cientos de veces ya? Eres y serás mi porqué en todo. Heme aquí, escribiendo, porque me resulta más fácil que hablarlo. ¿Sabes, tú, de quién pude haberlo heredado?

Sí, papá, reitero, se me llena la boca de orgullo al decir que soy TU hijo; al escribir tus tres nombres; al ver tus fotografías; y al recordar tantos momentos juntos que no están registrados en ningún lugar o bajo ningún medio, que son tuyos y míos.

No te mentiré, sí te he llorado y te seguiré llorando. Tú me ensañaste eso, los hombres lloran. Ya te extraño y no han pasado tantos días. No te veía a diario, pero sabía que estabas ahí. Y, bueno, ni qué decir tus conversaciones telefónicas, siempre fueron las más rápidas del universo, creo que merecías estar en los Récords Guinness, pero tu «hola viejo, bueno, adiós» retumba en mi cabeza.

Pablo bien me lo dijo cuando me marcó, tu sola presencia bastaba. Al aparecer tú, tus pacientes mejoraban. Sólo con tu estar se calmaban discusiones. Tu pura mirada confortaba. Y ni que decir de tu mano en mi hombro o en mi nuca. No necesitabas hablar para cambiar las cosas a mejor. Y no, no te estoy divinizando. No era magia. Eras tú.

Ahora, ¿quién le dirá viejo a sus hijos e hijo a los viejos? ¿Quién se quejará de las chachalacas en las cafeterías? ¿Quién se peleará con Covi y la extrañará a los dos minutos de no verla?

Nos quedó en el tintero ese viaje juntos a Italia que una maldita pandemia nos robó. Pero nos quedan todos esos otros viajes, sí, alguno por Europa, pero sobre todos aquellos atravesando todo México por carretera en los que tanto me enseñaste. Y ni qué decir del último a Guatemala, gracias por tu esfuerzo, ¡gracias por acceder a mis locuras!

Gracias por esos cafés, por animarme en mis crisis vocacionales. Por liberarme de aquella carga invisible y autoimpuesta. Ahora sé que no te decepcionaré si mañana cuelgo la bata y pongo un bar de tapas si eso me hace feliz.

¿Ahora con quién me tomaré ese café o un whisky en silencio, sentados durante horas casi sin emitir palabra pero diciendo tanto? Sin duda contigo. Ayer me eché un Zacapa en tu honor.

Papi, ya no viste en persona algunos proyectos que guardaba en secreto para sorprenderte, pero estarás presente cuando se concreten. Porque de algo puedes estar seguro, no habrá nada, en lo que me quede de vida, que no te lo dedique a ti. Nunca lo dudes.

Más de una vez me dijiste que no sabías cómo, ni de qué dependía, pero que algunos pacientes decidían hasta cuando. Tú fuiste uno de ellos. Luego de corroborar que tus hijos nos mantendremos unidos, aún a pesar de las diferencias que como hermanos nos inventemos; consciente de que mamá siempre estará cuidada; tras saber que Caro ya «es una Sánchez»; y luego de unos días difíciles, tomaste la decisión, ya estabas listo.

Y ese día, de una manera u otra, lograste vernos a todos tus hijos y a tus nueras. Comprendí muy bien el mensaje de aquel «ya déjeme». No era un reclamo para dejarte dormir, era un, «chamacos, hasta aquí». Lo comenté saliendo de tu casa.

Tras irnos, llamaste a mamá, eso fue lo último que hiciste, y cuando ella te preguntó qué necesitabas tu respuesta fue corta, como siempre: «Decirte que te amo». Y menos de un minuto después, aprovechando que ella fue por agua, en silencio, te dormiste.

¿Ves? ¡Hasta el último momento me diste una lección! ¡En el último suspiro me enseñaste algo!

Y no, está no será nuestra última carta, ni mucho menos nuestra última aventura. No es una amenaza, es una invitación.

¡Gracias papá! ¡Te amo y te amaré siempre, viejo!

Tu hijo, Bo.