He pasado ya mucho tiempo escribiendo sobre la calidad de la atención en el paciente, sobre la insatisfacción laboral, etc. También en Twitter y Facebook alucinan mis quejas sobre las autoridades, pero pocas veces he hablado de lo que mantiene aquí, a pesar de estar molesto, cansado y sí, en ocasiones bastante desmotivado; tal pareciese que es un suplicio levantarse en las mañanas y hacer lo que yo solo escogí hacer, aun después de que mi papá me hiciera ver una y mil veces los contras de ser médico (mismos que he escrito) y es que poco me convencía al verlo disfrutar exactamente lo mismo que yo ahora.
Pues bien, estás dos últimas semanas tras varias de quejas, dolores de cabeza (literalmente inicié con migrañas tensionales, que hasta el neurólogo fui a parar), falta de apetito, desánimo laboral, etc., fueron ellos, mis pacientes, quienes me curaron. Ya fuese Antonia con su narración de todo lo que comió, haciendo una descripción tan exquisita que me cuesta trabajo llamarle la atención porque se sale de la dieta; ya fuera doña Celia porque hiciera una pataleta (con todo y andadera) porque le avisé que se irá de alta la próxima cita y luego me soltara una sonrisa, ellas me hicieron recordar qué fue lo que me trajo hasta aquí, hasta un escritorio y oyendo cada uno de sus pesares.
Fue ese paciente que me dijo, a pesar de ser un hombre fuerte, chapado a la antigua, que yo era su ángel, que era el primero que lo oía y que de la nada un día llegó con una playera para mí. También fue aquella señora que se peleo con su hija porque la apresuraba a venir a consulta cuando todavía no terminaba de preparar sus bolsitas con dulces y que cuando le digo… ¡Doña «Sutanita» usted tiene Diabetes, no debe de comer dulces! me voltea a ver con una mirada de niña traviesa a sus 75 años, mete la mano en su bolsa y saca un paquete de dulces y un kiwi, extiende su mano y dice: No son para mí doctor, son para usted, que Dios me lo bendiga.
Ejemplos como estos tengo muchos, pero tal vez el más gratificante se dió hoy, hace 18 meses entró a mi consultorio una paciente que ya había visto yo años atrás, cargaba sobre de ella la fama de ser bastante recia, pesimista y que no seguía las indicaciones de los médicos, además de ello, de mal carácter. La verdad es que los primeros 6 meses fueron difíciles, su talante no ayudaba y estaba totalmente desmotivada; un día saco lo Torre (carácter un poco fuerte, franco y directo) que hay en mí y que me siento a hablar con ella por más de una hora, le hago ver que si no se cuida nadie de la unidad lo hará por ella y de plano le solté que lo pensara bien, que esperaba su respuesta para la próxima cita, se iba a cuidar o pedía su alta voluntaria. Recuerde que es su decisión y nadie aquí nos vamos a molestar por lo que quiera hacer, pero no podemos ocupar un lugar que otro paciente tal vez necesite y quiera aprovechar.
Pasó un mes, cuando abro la puerta del consultorio veo a «Doña Refugio» a fuera, esperando pasar a consulta; seré sincero, yo ya había tirado la toalla como se dice en el argot boxístico. Cuando entra, la saludo, eso sí, nunca dejaré de saludar, preguntar como están y tratar de ser lo más cortés, educado e inclusive agradable posible. Mientras nos sentábamos, la paciente me comentaba que bastante bien, que se sentía mejor (respuesta que no siempre va ligada con la realidad, menos en las enfermedades crónicas, como la Diabetes, la Obesidad y la Hipertensión de doña Refugio, donde los pacientes suelen «autoengañarse»). Así que no esperé mucho, directo me fui a la pregunta, ¿qué decidió Refugio? ¿Va a querer cuidarse o realizamos su alta voluntaria? Mientras tanto, abría el expediente y leía sus signos vitales y sus resultados de los estudios de laboratorio y además oía a la vez que estaba dispuesta a trabajar por su salud, que lo que le había dicho le había dolido y que tenía razón, que ella era la única responsable de su salud.
Lentamente alcé la vista para verla a los ojos, me levante y la felicité, le dije que si bien días antes había tenido que «llamarle la atención», era también justo reconocer el esfuerzo hecho a lo largo de esos 30 días que habíamos dejado de vernos. De ahí en adelante dejó de ser Doña Refugio y se convirtió en Cuquita, quien llegaba todos los meses con menos kilogramos encima, la Diabetes cada vez mejor controlada, alcanzando cifras de HbA1c de libro, sin datos de hipoglucemia estabamos alcanzando lo que establecía la American Diabetes Association y más. La presión arterial me decía era la primera vez que la tenía normal desde que le habían diagnósticado hipertensión «y lo mejor del caso doctor es que tomo menos medicinas».
Alguna vez de las que tuve mis ataques de migraña tuve que faltar, la atendió mi vecino, aquél de quien luego me quejo amargamente, sin ver su historial la regañó, le dijo que estaba gorda y que si no bajaba de peso tendría que darla de baja, Cuquita no tardó ni una semana en venir a verme enojada, me dijo que una cosa era la manera en que yo le había llamado la atención y otra muy distinta como mi compañero la había hecho sentir, además que con qué derecho hablaba si ni la conocía. La tranquilicé y le dí ánimos.
«Es que doctor usted es el único que se dió cuenta que estaba deprimida y ustedes (refiriéndose a la Baty, la psicóloga de la UNEME, a Daniel el Nutriólogo y a mí) me tuvieron la paciencia y y realmente me ayudaron, más allá de mi «gordura», mi Diabetes o mi presión»
Así pasaron ya 18 meses desde que llegó. Hoy tuve que darla de alta, por un lado es muy satisfactorio para un médico ver que sus «metas biológicas, médicas, farmacológicas, antropométricas, químicas, etc.» han sido cubiertas, pero por otro lado cuesta trabajo despedirse de quien se ha ganado tu aprecio y cariño. También ambivalente resulta estar escribiendo un alta en la computadora y al voltear, encontrarte con que tu paciente está llorando ¿por qué? Pues porque ya se va y no quiere dejar a primer doctor que le pone atención, que con sus «regaños» le hizo entender que es importante, la verdad sea dicha, elevó mi ego al cielo y sobre todo mi satisfacción personal; por otro lado nuevamente me daba cuenta de que se iba alguien que también me había enseñado y se lo dije, le insistí que ella me recordó que cuando la gente se lo propone es capaz de cambiar, que no es válido juzgar sin oir, que no podemos prejuzgar y que sobre todo por mi consultorio pasarán muchos pacientes más que como ella, tienen historias detrás que merecen ser escuchadas y valoradas, entre esas historias, anécdotas de médicos que se olvidaron del ser humano que tienen frente y solo se limitaron a prescribir un medicamento, a ver una talla y un peso y a juzgar por un valor bioquímico a sus pacientes.
¡Sí, en definitiva estas han sido semanas de alegrías! No quería que pasara más tiempo sin compartirla, no por afán de vanagloriarme (aunque me siento cual pavorreal, el tigre puede comerme), sino porque quiero hacerles ver que si le brindamos 5 minutos más a nuestros pacientes podemos ayudar porcentualmente mucho más, que si vemos más pacientes por hora; que si nos olvidamos de las cifras y vemos a las personas, influiremos más que preocupandonos por los valores bioquímicos y que en verdad, los pacientes pagan mejor sin dinero, que cualquier billete y no me olvido de que tenemos que comer y derecho a vivir bien.