Hoy en día la palabra empoderamiento está de moda. Campañas políticas hablan del empoderamiento de la mujer, del indígena, etc. En Medicina esto no podría ser la excepción y hablamos del empoderamiento del paciente, es decir, la capacidad que tiene el enfermo o usuario de un servicio a tomar decisiones entorno a su salud, a que se le tome en cuenta en la toma de decisiones y en algunos países donde la eutanasia está permitida, inclusive a la decisión de cuando y como morir.
Dejemos a un lado este último tema, un tanto cuanto escabroso y que por ello amerita un artículo para él solo. Hoy he querido hablar precisamente del empoderamiento del paciente en cuanto a su manejo, pero para hacerlo primero hay que empezar definiendo esa palabreja tan extraña, sino es que inexistente hasta hace unos años y que aún no aparece en el diccionario de la Real Academia Española.
El término empoderamiento surge inicialmente como un movimiento social, buscando dar mayor participación a los grupos vulnerables, pero desde sus orígenes, este ha ido cambiando y adoptando nuevas facetas y aplicaciones:
En este sentido, Friedman (1992) señala que el empoderamiento está relacionado con el acceso y control de tres tipos de poderes: a) el social, entendido como el acceso a la base de riqueza productiva; b) el político, o acceso de los individuos al proceso de toma de decisiones, sobre todo aquellas que afectan a su propio futuro; y c) el sicológico, entendido en el sentido de potencialidad y capacidad individual.
De forma similar, Rowlands (1997) señala tres dimensiones: a) la personal, como desarrollo del sentido del yo, de la confianza y la capacidad individual; b) la de las relaciones próximas, como capacidad de negociar e influir en la naturaleza de las relaciones y las decisiones, y c) la colectiva, como participación en las estructuras políticas y acción colectiva basada en la cooperación.
Fuente: Diccionaro de Acción Comunitaria y Cooperación al Desarrollo
Una vez aclarado el tema de que el empoderamiento puede tener una esfera individual, retomemos el tema central de nuestra columna.
Ya hemos platicado de que en la Medicina sin duda alguna hay quienes creen que lo saben todo, que con gran prepotencia manejan a sus pacientes, sin darles la oportunidad de hablar y que en consecuencia hacen que a los médicos se nos juzgue con esa vara, pero siendo sinceros no siempre es así y los mismos pacientes toman esa actitud para facilitarse encontrar una excusa para no responsabilizarse de su propia salud.
Soy un defensor convencido de brindar a todos los seres humanos a una atención médica de calidad, bajo el principio del derecho básico de la salud y en ello trabajo, pero a lo largo del tiempo que llevo trabajando en instituciones públicas (tomando mi formación como parte de dicha experiencia), me he ido dando cuenta de varios puntos débiles que se tienen, no solo en mi país sino en otros lados del mundo por lo que he podido comprobar gracias a internet.
En general es cierto, la calidad de los servicios públicos de salud es pobre, tanto por el alto índice de demanda que conlleva a tiempos de consulta mínimos que traducen en una despersonalización de la atención, riesgos inminentes de iatrogenias y muy probablemente la insatisfacción del paciente y del mismo galeno. Pero y el paciente ¿qué aporta?
Sí, generalmente he considerado que las instituciones deben de vigilar la calidad que se brinda para la atención del paciente, procurar la existencia de insumos para que esta sea completa, ya que en muchas ocasiones los médicos podremos poner de nuestra parte, pero a la hora de solicitar tal o cual medicamento la respuesta es que no hay en existencia o que no se cuenta con el material para realizar un determinado procedimiento. Pero en el caso de un mundo ideal en que esto no sucediera, si el paciente no colabora ¿qué resultado podemos esperar?
Es por ello, que las nuevas tendencias en la Medicina, tienden a responsabilizar al paciente del autocuidado de su salud, poniendo al médico como un intermediario o un consejero, dándole al usuario la capacidad de resolución en cuanto a su padecimiento y tratamiento se refiere. El concepto no fue obra de la casualidad, los médicos se dieron cuenta de que tal vez podrían poseer el conocimiento teórico, pero que a la hora de llevarlo a la práctica la realidad era otra, ¿la diferencia? Pues que en los estudios para valorar los efectos de una terapia determinada todo estaba muy controlado, inclusive la toma del fármaco por el sujeto de estudio, su dieta e inclusive su actividad física, en contraparte, en el mundo real el control del médico termina cuando el usuario sale por la puerta del consultorio/hospital con la receta en mano.
Así pues, la adherencia al tratamiento dependerá de la decisión del paciente y por ende de si quiere o no seguir las indicaciones de su galeno, es por ello que el empoderamiento del paciente resulta tan importante hoy en día. No es de sorprendernos entonces que un tema de boga en las revistas médicas sea precisamente el apego al tratamiento, en particular en enfermedades crónicas: Diabetes, Hipertensión, VIH, Tuberculosis, Artrititis, Psoriasis, etc.
¿La fórmula? Una buena relación médico-paciente, si el profesionista de la salud (no importa la carrera), se toma el tiempo de explicarle al enfermo su padecimiento, las opciones de tratamiento, las ventajas de cada uno de ellos así como sus efectos secundarios, etc., es factible que el paciente tomará una decisión con convicción de seguirla, en muchas ocasiones inclusive guíados por la decisión de su «orientador» y que esto conlleve el alcanzar las metas.
En resumen, como lo he insitido siempre, es necesario darle el tiempo a un paciente, no únicamente una receta para conseguir el objetivo principal, el beneficio del «usuario», estoy seguro que en general los pacientes prefieren esperar y saber que serán bien atendidos, que ni siquiera hacer uso de la sala de espera o ser atendidos en un sistema de «cola» como en el banco, nada más parecido a una producción en serie.