En varias ocasiones me pregunté: ¿Cómo López Obrador pudo llegar al poder? Vendiendo ilusiones, me respondí; no importa cuan imposibles sean, la gente desesperada las comprará todas. Hace unos días, leyendo a Jorge Volpi, confirmé lo que alguna vez pensé explicaba el fenómeno:
En medio de la confusión permanente, nunca falta quien aprovecha la ceguera ajena para aliviar sus propios temores. Alguien se eleva por encima de los otros y, como si se tratase del mayor acto de heroísmo, insiste en ser dueño de una verdad superior. Convencido de sus propósitos, se lanza a procurar el bien de su pueblo, de su raza, de sus amigos, de sus familias o de sus amantes, según el caso, imponiendo su propia fe a la incertidumbre ajena. Toda verdad proclamada es un acto de violencia, una simulación, un engaño. ¿Cuándo un débil se convierte en fuerte? No es tan complicado. Todo aquel que puede hacer creer a los demás —a los demás débiles— que conoce mejor el futuro es capaz de dominar a los otros. Su influencia, claro está, se basa en una ilusión: como señaló Max Weber, el poder no es más que la capacidad de predecir, con la mayor exactitud posible, la conducta ajena.
Jorge Volpi en «En busca de Klingsor»
¿Klingsor o López Obrador?
Este párrafo de En busca de Klingsor, resume perfectamente la personalidad del presidente de México. Un hombre que demuestra día a día no tener lo necesario para el puesto que el pueblo le otorgó. Alguien que sólo es capaz de acusar a otros, a veces con razón, pero la mayoría de las veces sin evidencia, sólo para expiar su propia estulticia e incapacidad.
Fue un buen lector de la población. Ni siquiera necesitó llegar a la raíz de los problemas, únicamente necesitaba decir lo que el pueblo quería oír. Hoy demuestra que no conoce el país como presumía hacerlo, que no tiene ni idea de cómo solucionar uno sólo de los problemas, pero vendió ilusiones.