Iniciaba la primavera del año 89 de nuestra era en Mogontiacum (hoy Mainz, Alemania), el propio emperador Tito Flavio Domiciano había acudido hasta ese lugar para detener la revuelta que Lucio Antonio Saturnino preparaba para derrocarlo. Los refuerzos de Domiciano no llegaban debido a las inclemencias del tiempo y parecía que las legiones XIV Gemina y XXI Rapax junto con sus aliados, los catos, vencerían a emperador adelantando por unos años el fin de la dinastía Flavia.
Únicamente hacía falta que las decenas de miles de germanos cruzaran del congelado Rin para unirse a los rebeldes y derrotar al mismísimo emperador del Mundo. La guardia pretoriana comandadas por su líder se acercaron a la orilla del afluente para, al menos con un poco de honor, ofrecer un poco de resistencia ante los bárbaros que comenzaban a cruzar vertiginosamente el río. De pronto un estruendo, los catos detuvieron su marcha, el hielo volvió gritar, una grieta lo partía en dos, luego en cuatro, ocho, y así sucesivamente, el rostro desencajado de los líderes bárbaros lo decía todo, el río los sorprendía a la mitad del camino y de pronto, las heladas aguas estaban tragándose a la vanguardia del ejército proveniente de Germania Magna.
A la orilla Domiciano estaba incrédulo, hacía solamente unos minutos el final de su vida estaba cerca y de pronto, como por gracia divina, los catos morían congelados y ahogados en las aguas del Rin. Eso, ¡por gracia divina! ¡Neptuno devoraba a su enemigos! ¡Minerva lo guiaba hacia la victoria! ¡Los dioses lo habían escuchado! No, no… ¡los dioses le habían hecho caso, se habían postrado ante él, le habían obedecido!… ¡No podía ser de otra manera, él, Domiciano, el emperador del Mundo, no era un hombre cualquiera, no era un hombre, era un dios, ¡era el Dominus et Deus! (Señor y Dios).
No nos cuesta mucho trabajo deducir qué pasó en aquella ocasión, era primavera, la temperatura empezaba a incrementarse y con ello, las aguas del Rin comenzaban a derretirse, así que la capa que cubría el río quizás soportaría el peso de algunos cuantos hombres, tal vez decenas de ellos sobre él, pero no miles como los historiadores relatan sucedía con el ejército cato, así que al encontrarse este sobre la helada superficie, ya lo suficientemente adentrados, llegaron al punto de quiebre, esta no aguantó más y se rompió, haciendo que miles de soldados bárbaros cayeran a las heladas aguas del río y con la baja temperatura del agua, la fuerza de la corriente y el propio desconcierto de miles de personas dentro del agua, la muerte era inminente.
Así pues, tenemos una explicación lógica, demostrable, nada de sobrenatural hay en ello, probablemente incluso, sin el fulgor de la batalla, varios de los ahí presentes habrían comprendido lo que sucedía, pero Domiciano optó por la explicación fantástica, de la misma manera en que muchos, aún hoy, atribuyen a aquello que no logran explicar un origen divino. Y bajo en ese egocentrismo descrito por varios historiadores (algunos tienen sus reservas al respecto), se autoproclama la divinidad causante de tal milagro.
Lo mismo sucede en nuestros días, si bien tal vez no oigamos a ningún médico auto denominarse dios, no de manera literal si no va acompañado de alguna patología psiquiátrica, si en actitud. Cientos de galenos, especialistas o no, toman posturas divinas ante el resto del “pueblo”, incluso ante sus propios compañeros, considerando que sus conocimientos, habilidades y la propia “suerte” (tal y como la del tercer emperador Flavio), lo hacen superior a los demás.
Antes de Domiciano los emperadores utilizaban el título personal “Princeps Civium” es decir el Primero de los Ciudadanos, en alusión a que se apegaban a los principios de la República y con ello al servicio del pueblo (aunque esto nada tuviera que ver con el absolutismo del cesarismo). Pero Tito Flavio Domiciano se auto-proclamaba “Dios”. Traición similar me resulta el ver médicos que con una autoridad dada no sé por qué gracia, se apoltronan frente a sus pacientes y/o familiares y deciden, sin el mínimo tacto, sobre las vida del enfermo.
Nuestro “poder”, si es que se me permite llamarlo así, no es el “porque lo digo yo”, sino resultado de años de estudio y esfuerzo, que nos permiten saber más, es cierto, de un determinado padecimiento que el resto de los “mortales”, pero en ningún momento ello nos da superioridad alguna sobre los demás. Me gusta señalar, que el médico, antagónicamente a lo que se piensa o se practica, cuanto más sabe, más obligaciones adquiere. Al ser “dueño” de un conocimiento que los demás no poseen, está obligado a ponerlo en práctica al servicio de los demás. Tristemente, por el contrario, cuanto más sabe el médico, considera que menos debe trabajar, limita sus horarios, incrementa sus salarios, y multiplica su prepotencia. No, afortunadamente no siempre es así, pero pareciera que como una epidemia, el mal del dominus et deus, infecta cual prión los cerebros de los galenos.
Casi una década después, su propia gente (algunos historiadores creen que su propia esposa incluida) traicionarían a Domiciano cansados de su tiranía y egocentrismo, asesinándolo para quitarlo del poder. ¿Qué pasará con nuestros propios dominus et deus?