A inicios de esta semana recibí a las 22:30 hrs. la llamada de una enfermera a quien conocí atendiendo a un enfermo hace más de un año, me pedía que fuera a una consulta a domicilio ya que iba a colocar una sonda Foley* a una señora y no podía hacerlo.
Cuando llegué me encontré con una paciente cerca de los 80 años de edad, postrada en cama, francamente inquieta por el dolor. Al interrogar a los familiares me comentaron que hacía cuatro días había sido dada de alta de un nosocomio público de nuestra entidad, donde se le practicó una cirugía de cadera, ya en el hospital había presentado un cuadro de desorientación (delirum) muy frecuente en pacientes mayores sometidos a este tipo de cirugías y para lo cual no se realizó ningún tipo de medida. Además tuvo problemas para orinar, motivo por el cual en el hospital se le colocó una sonda que se le retiró previo a su alta sin valorar si la paciente podía orinar.
Ya habían pasado cuatro días desde que doña Juanita (nombre que le daré a la paciente en este artículo) salió del hospital, desde entonces no había orinado, si acaso presentó pequeñas “fugas”; cada vez se desorientaba más, de por sí tenía ya un cuadro de demencia el cual no pude valorar durante la consulta por el franco deterioro agudo de la paciente. Durante todo este tiempo los familiares se limitaron a “sobarle la pancita” para ver si con eso lograban que la paciente orinara. En el hospital no les dieron más explicaciones, les dijeron que no podían volver a colocar la sonda porque la primera vez les había costado mucho trabajo y la mandaron a su casa.
¿Por qué comento este caso? Pues bien, creo que es urgente modificar la forma en que vemos a los pacientes los médicos, no sólo en el ambiente hospitalario público, sino incluso en el rubro privado. No es posible que se deje en el abandono (no existe otra forma de calificarlo) a un(a) paciente solo porque ya tiene más de 70 años. El ser viejo (aunque suene despectivo no lo es) no implica ser un condenado a muerte o no tener derecho a una atención médica de calidad. Esto definitivamente no es excluyente de los pacientes geriátricos, pero la edad sí es un motivo continuo de discriminación en la asistencia.
No es poco frecuente que se les niegue la atención en las terapias intermedia e intensiva a enfermos con el único motivo de que “ya es un anciano”, “las probabilidades de sobrevida son pocas”, y un largo etcétera lleno de argumentos erróneos y que lo único que reflejan es la ignorancia del personal médico y administrativo de nuestras instituciones.
Oímos grandes discursos políticos en pro de los ancianos, se llenan plazas con adultos mayores que acuden sólo por la torta y el refresco que les prometieron pero no tienen idea de que se trata el mitin al que fueron convocados, ni siquiera saben quién es el orador principal, una vieja práctica PRIísta y que han heredado muy bien los demás partidos políticos.
Se quiere “cumplir” con el compromiso adquirido en las campañas entregando despensas que no cubren ni tres días de la alimentación de una pareja y que poco valor nutricional aportan. Se construyen centros es cierto, pero se convierten en elefantes blancos, vacíos por la falta de personal, o si bien nos va, el servicio que se presta es sumamente deficiente porque no hay medicinas, no hay médicos, no hay, no hay, no hay…
Estoy en contra del encarnizamiento terapéutico, esa práctica en la que caemos los médicos tratando de hacer medidas “heroicas” para prolongar la vida de un ser humano y que en muchas ocasiones es sinónimo de prolongar el sufrimiento, pero no podemos usar este argumento como excusa para no atender a alguien por el simple hecho de tener más de 60 años (edad de corte en nuestro país para considerar a alguien un adulto mayor).
Si bien resulta aberrante que una familia se limite a “sobarle la pancita” a su paciente y no busque apoyo cuando la ve sufrir, la idiosincrasia no es pretexto para ocultar que se le egresó de un hospital sin el mínimo de coherencia con la labor médica, no se dieron indicaciones, no importaron las condiciones del egreso, lo importante era dejar una cama vacía, disminuir la carga de trabajo o simplemente “mover pacientes” y hacer más grande el número de pacientes atendidos y menor el de defunciones intrahospitalarias, algo a lo que nos tiene acostumbrado el terrible “sistema” que mide la calidad en números y no en forma cualitativa.
Para fines administrativos, la calidad es mayor cuanto más pacientes se atienda, no conforme a como se les atiende. ¿Hasta cuándo entenderemos el verdadero significado de una atención de calidad? ¿Cuándo comprenderemos que en esto a veces más es menos? ¿Captaremos alguna vez que una consulta de 10 minutos no es suficiente para interrogar, examinar y explicar al paciente su diagnóstico y tratamiento? ¿Enrique Peña Nieto, Carlos Lozano o Lorena Martínez se atienden en nuestros hospitales públicos? Tal vez sí, por mera imagen mediática, pero ¿se les atiende con la misma premura? Mucho me temo que no.